DA EL PAIS
"Es obsceno y ampara el adulterio"
Cursis, 'snobs', rojos, puercos o malos escritores - Así describen los informes de los censores en las dos últimas décadas de la dictadura a los grandes autores españoles
DANIEL VERDÚ
Poetas malos, cursis y snobs. Escritores resentidos que leían y veían marranadas cuando salían al extranjero a puerquear con mujeres fáciles. Rojos. Pseudointelectuales. Esquizofrénicos que escupían alusiones vejatorias a la cruzada en la guerra de liberación. De entre todos ellos, de entre ese hatajo de perdedores, quien más quien menos tiene hoy el Premio Nacional de las Letras o el Cervantes. Autores como Juan Marsé, Francisco Ayala, Antonio Gamoneda o Jaime Gil de Biedma soportaron el lápiz censor de un ejército de lectores a los que nadie conocía -muchos curas y ex militares- que firmaban con un cobarde número para prohibir o ridiculizar sus obras. Porque así era, literalmente, como el régimen les describía a ellos y a sus textos.
"Condenados a la libertad vigilada"
Hoy, todos esos informes permanecen en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares (el tercero más grande del mundo). Un enorme edificio en cuyos 200 kilómetros de estanterías descansan muchos de los secretos de la dictadura. EL PAÍS ha tenido acceso a los papeles que contienen el intento de cortocircuitar la explosión literaria de la España de los 20 últimos años del franquismo. Sacados de contexto pueden sonar hasta graciosos.
"Los de siempre es domingo, boîtes, planes, clubs, meretrices, infidelidades, queja y crítica de todo. La novela tiene bastante bilis política. El autor parece ser de aquellos pseudointelectuales que cuando salen al extranjero leen y ven marranadas y puerquean con mujeres fáciles". Pese a la fina reseña que realizó Don 29, el censor señaló sólo 22 páginas donde había que realizar tachaduras y autorizó la edición en 1962 de Esta cara de la luna, de Juan Marsé.
Un poco más le costó al autor catalán publicar Últimas tardes con Teresa. Cuando se la denegaron, se citó con Carlos Robles Piquer, entonces director general de Cultura Popular y Espectáculos para tratar de convencerle. "Me recibió y fue muy gentil. Me dijo que quitara algunas palabrejas y lo del 'bigotillo con aire de alférez provisonal' de uno de los personajes. Eso lo dejé y, al final, salió", explica por teléfono el último premio Cervantes. Más adelante, con Si te dicen que caí, no tuvo tanta suerte. "De la Cierva [el siguiente responsable del área] jugó conmigo a que hacía lo imposible para que se publicara. Luego supe que en realidad no hizo gran cosa, porque no había mucho que hacer. Me dijo que había estado encima de la mesa de un Consejo de Ministros, se puso como ejemplo de lo que había que vigilar", recuerda Marsé.
Soplaban vientos de aperturismo. El régimen jugaba a la tolerancia, y con la "ley Fraga", muchos editores empezaron a publicar las obras sin pasar por consulta. Arriesgarse era menos arriesgado. "Con el secuestro de varios libros habíamos sufrido un perjuicio económico enorme. Pero con la política de hechos consumados se podían publicar títulos más incómodos. Si los secuestraban, salía la noticia en la prensa, y la imagen aperturista del régimen quedaba dañada en el extranjero", recuerda el editor y dueño de Anagrama, Jorge Herralde que, pese a todo, fue procesado, condenado y luego indultado por el libro Los tupamaros.
Paradójicamente, algunos libros de Anagrama poco acordes con el régimen, como Estrategia judicial en los procesos políticos, de Jaques M. Vergès, que defendía el papel del acusado como acusador del tribunal y que coincidió escandalosamente con el Proceso de Burgos, no tuvieron ningún problema. Cosas de la caprichosa y torpe censura.
Lo de los hechos consumados no funcionaba con algunos autores. Al amigo de Marsé, el poeta Jaime Gil de Biedma, no le podían ni ver. "El autor, poeta cursi y snob, cuenta cómo regresó de Manila con una tuberculosis incipiente, y los tres meses que pasó en La Nava haciendo reposo para curarse. Como se ve, tema interesantísimo. El libro es anodino, vacío y sin interés, con ninguna religión, casi ninguna política y una grosería inigualable en la cuestión de sexo. Estas porquerías están proliferando tanto en la literatura actual, que ya no llaman la atención ni siquiera en un libro que pretende ser espiritual". Se indicaron las tachaduras correspondientes y se autorizó, ya en 1974, Diario de un artista seriamente enfermo.
Lo extraño es que a la misma censura, cinco años antes, cuando analizó la Colección particular del mismo autor, dijo de él: "Buen poeta y sobradamente conocido como firmante de manifiestos contra el régimen. Su poesía es francamente buena, romántica algunas veces pero con un deje de ironía. Influjos machadianos y becquerianos". Pese a ello, claro, el libro tampoco pasó. El poeta escribió al censor para conocer los motivos de la prohibición, que lo denegó también en el "extrangero", con g, y lo mantuvo secuestrado.
Porque esa opción era recurrente en autores vetados. Pero algunos, como Antonio Gamoneda, se negaban a hacerlo. Su libro Actos, luego titulado Blues castellano, tuvo que esperar a 1982 para ver la luz. Su informe, firmado por Don 29, decía esto del hoy premio Cervantes y premio Nacional de Poesía. "Libro de versos muy malos, de temática y métrica diversa. Sobre todos ellos camban un sentido de resentimiento y odio. Muchos de ellos aparecen con citas de Marx, Lefebvre y otros marxistas. La tónica general es demagógica. La obra carece de valor, pero hay poemas que pueden ser pasables".
Gamoneda no quiso publicarlo mutilado ni llevarlo fuera de España. "Alguien, desde Canadá, me pidió el libro para publicarlo. No me interesó: si había censura, esta era un indicador de que el espacio natural del libro era precisamente España. Lo guardé y casi lo olvidé. Hoy está traducido al francés y al inglés", explica el autor.
Otros, como la editorial Seix Barral, lo intentaron al revés y trataron de importar obras editadas fuera. Sucedió con La cabeza de cordero, de Francisco Ayala, como recuerda el censor. "Esta obra ya ha sido denegada [...], también su importación. [...] Suprimiendo esos párrafos y con mucha benevolencia, podría autorizarse. Aunque sigue siendo contraria al régimen español". Del relato Un gallo cantó, decía: "Es obsceno y ampara el adulterio". Quedó tachado.
Aunque pronto llegaría a su fin, la virulencia de la censura se acentuó en los últimos años -"en el 73 el régimen estaba en la recta final y se endureció en los últimos estertores", explica Marsé, "hubo un breve sarampión liberal y democrático", lo define Herralde-. En aquella época, el historiador Ricardo de la Cierva era el máximo responsable. "Mi padre fue quien eliminó la censura", explica su hijo por teléfono, tras excusar que no se ponga porque está de viaje. Y pese a que eso no fue del todo así, sí se detecta en una de las cartas que mandó a la editorial Ariel una cierta intención de abrir las miras:
"Tengo la impresión de que si yo hubiera estado ahí cuando los Goytisolo empezaron a escribir, las cosas hubieran ido algo mejor para todos. Desde luego que el recuento de Luis y las señas de identidad de Juan Goytisolo no me parecen viables hoy por hoy. [...] ¿No podríamos ir pensando en preparar una antología extensa de cada uno de ellos, en espera de que vaya madurando nuestro proceso de apertura? No se trata de echar balones fuera, sino de sopesar bien todas las posibilidades para que este delicado proceso no se nos venga abajo". Pero el citado proceso sólo existió, y de golpe, cuando el dictador murió en su cama un año y ocho meses después.
"Entre el 63 y el 75 todo lo que escribí fue prohibido. Me acusaban de ser el aduanero que impedía que se publicase buena literatura en París. Porque todo lo que salía ahí era antifranquista", recuerda Juan Goytisolo desde la capital francesa. Y así es como realmente se les había retratado a él y a su hermano por Fiestas, una de sus obras: "No se explica uno cómo estos autores, esos dos hermanos, tienen tanta aceptación en el extranjero", rezaba la primera parte del informe.
Luego, a modo de pitoniso aficionado, ofrecía a sus superiores una modernizada versión de censura: "Con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extrangero (de nuevo con g). No hacerles el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar". Pero la bendita condena no llegó tan rápido.
"Condenados a la libertad vigilada"
- El libro Fiestas, de Juan Goytisolo, fue sometido a grandes tachaduras. Pero lo más interesante del informe está al final, cuando el censor considera que es mejor que se publique porque Juan y su hermano Luis son malos escritores. "Hay que desenmascararlos en el extrangero (con g). No darles pie a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada".
"Es obsceno y ampara el adulterio"
Cursis, 'snobs', rojos, puercos o malos escritores - Así describen los informes de los censores en las dos últimas décadas de la dictadura a los grandes autores españoles
DANIEL VERDÚ
Poetas malos, cursis y snobs. Escritores resentidos que leían y veían marranadas cuando salían al extranjero a puerquear con mujeres fáciles. Rojos. Pseudointelectuales. Esquizofrénicos que escupían alusiones vejatorias a la cruzada en la guerra de liberación. De entre todos ellos, de entre ese hatajo de perdedores, quien más quien menos tiene hoy el Premio Nacional de las Letras o el Cervantes. Autores como Juan Marsé, Francisco Ayala, Antonio Gamoneda o Jaime Gil de Biedma soportaron el lápiz censor de un ejército de lectores a los que nadie conocía -muchos curas y ex militares- que firmaban con un cobarde número para prohibir o ridiculizar sus obras. Porque así era, literalmente, como el régimen les describía a ellos y a sus textos.
"Condenados a la libertad vigilada"
Hoy, todos esos informes permanecen en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares (el tercero más grande del mundo). Un enorme edificio en cuyos 200 kilómetros de estanterías descansan muchos de los secretos de la dictadura. EL PAÍS ha tenido acceso a los papeles que contienen el intento de cortocircuitar la explosión literaria de la España de los 20 últimos años del franquismo. Sacados de contexto pueden sonar hasta graciosos.
"Los de siempre es domingo, boîtes, planes, clubs, meretrices, infidelidades, queja y crítica de todo. La novela tiene bastante bilis política. El autor parece ser de aquellos pseudointelectuales que cuando salen al extranjero leen y ven marranadas y puerquean con mujeres fáciles". Pese a la fina reseña que realizó Don 29, el censor señaló sólo 22 páginas donde había que realizar tachaduras y autorizó la edición en 1962 de Esta cara de la luna, de Juan Marsé.
Un poco más le costó al autor catalán publicar Últimas tardes con Teresa. Cuando se la denegaron, se citó con Carlos Robles Piquer, entonces director general de Cultura Popular y Espectáculos para tratar de convencerle. "Me recibió y fue muy gentil. Me dijo que quitara algunas palabrejas y lo del 'bigotillo con aire de alférez provisonal' de uno de los personajes. Eso lo dejé y, al final, salió", explica por teléfono el último premio Cervantes. Más adelante, con Si te dicen que caí, no tuvo tanta suerte. "De la Cierva [el siguiente responsable del área] jugó conmigo a que hacía lo imposible para que se publicara. Luego supe que en realidad no hizo gran cosa, porque no había mucho que hacer. Me dijo que había estado encima de la mesa de un Consejo de Ministros, se puso como ejemplo de lo que había que vigilar", recuerda Marsé.
Soplaban vientos de aperturismo. El régimen jugaba a la tolerancia, y con la "ley Fraga", muchos editores empezaron a publicar las obras sin pasar por consulta. Arriesgarse era menos arriesgado. "Con el secuestro de varios libros habíamos sufrido un perjuicio económico enorme. Pero con la política de hechos consumados se podían publicar títulos más incómodos. Si los secuestraban, salía la noticia en la prensa, y la imagen aperturista del régimen quedaba dañada en el extranjero", recuerda el editor y dueño de Anagrama, Jorge Herralde que, pese a todo, fue procesado, condenado y luego indultado por el libro Los tupamaros.
Paradójicamente, algunos libros de Anagrama poco acordes con el régimen, como Estrategia judicial en los procesos políticos, de Jaques M. Vergès, que defendía el papel del acusado como acusador del tribunal y que coincidió escandalosamente con el Proceso de Burgos, no tuvieron ningún problema. Cosas de la caprichosa y torpe censura.
Lo de los hechos consumados no funcionaba con algunos autores. Al amigo de Marsé, el poeta Jaime Gil de Biedma, no le podían ni ver. "El autor, poeta cursi y snob, cuenta cómo regresó de Manila con una tuberculosis incipiente, y los tres meses que pasó en La Nava haciendo reposo para curarse. Como se ve, tema interesantísimo. El libro es anodino, vacío y sin interés, con ninguna religión, casi ninguna política y una grosería inigualable en la cuestión de sexo. Estas porquerías están proliferando tanto en la literatura actual, que ya no llaman la atención ni siquiera en un libro que pretende ser espiritual". Se indicaron las tachaduras correspondientes y se autorizó, ya en 1974, Diario de un artista seriamente enfermo.
Lo extraño es que a la misma censura, cinco años antes, cuando analizó la Colección particular del mismo autor, dijo de él: "Buen poeta y sobradamente conocido como firmante de manifiestos contra el régimen. Su poesía es francamente buena, romántica algunas veces pero con un deje de ironía. Influjos machadianos y becquerianos". Pese a ello, claro, el libro tampoco pasó. El poeta escribió al censor para conocer los motivos de la prohibición, que lo denegó también en el "extrangero", con g, y lo mantuvo secuestrado.
Porque esa opción era recurrente en autores vetados. Pero algunos, como Antonio Gamoneda, se negaban a hacerlo. Su libro Actos, luego titulado Blues castellano, tuvo que esperar a 1982 para ver la luz. Su informe, firmado por Don 29, decía esto del hoy premio Cervantes y premio Nacional de Poesía. "Libro de versos muy malos, de temática y métrica diversa. Sobre todos ellos camban un sentido de resentimiento y odio. Muchos de ellos aparecen con citas de Marx, Lefebvre y otros marxistas. La tónica general es demagógica. La obra carece de valor, pero hay poemas que pueden ser pasables".
Gamoneda no quiso publicarlo mutilado ni llevarlo fuera de España. "Alguien, desde Canadá, me pidió el libro para publicarlo. No me interesó: si había censura, esta era un indicador de que el espacio natural del libro era precisamente España. Lo guardé y casi lo olvidé. Hoy está traducido al francés y al inglés", explica el autor.
Otros, como la editorial Seix Barral, lo intentaron al revés y trataron de importar obras editadas fuera. Sucedió con La cabeza de cordero, de Francisco Ayala, como recuerda el censor. "Esta obra ya ha sido denegada [...], también su importación. [...] Suprimiendo esos párrafos y con mucha benevolencia, podría autorizarse. Aunque sigue siendo contraria al régimen español". Del relato Un gallo cantó, decía: "Es obsceno y ampara el adulterio". Quedó tachado.
Aunque pronto llegaría a su fin, la virulencia de la censura se acentuó en los últimos años -"en el 73 el régimen estaba en la recta final y se endureció en los últimos estertores", explica Marsé, "hubo un breve sarampión liberal y democrático", lo define Herralde-. En aquella época, el historiador Ricardo de la Cierva era el máximo responsable. "Mi padre fue quien eliminó la censura", explica su hijo por teléfono, tras excusar que no se ponga porque está de viaje. Y pese a que eso no fue del todo así, sí se detecta en una de las cartas que mandó a la editorial Ariel una cierta intención de abrir las miras:
"Tengo la impresión de que si yo hubiera estado ahí cuando los Goytisolo empezaron a escribir, las cosas hubieran ido algo mejor para todos. Desde luego que el recuento de Luis y las señas de identidad de Juan Goytisolo no me parecen viables hoy por hoy. [...] ¿No podríamos ir pensando en preparar una antología extensa de cada uno de ellos, en espera de que vaya madurando nuestro proceso de apertura? No se trata de echar balones fuera, sino de sopesar bien todas las posibilidades para que este delicado proceso no se nos venga abajo". Pero el citado proceso sólo existió, y de golpe, cuando el dictador murió en su cama un año y ocho meses después.
"Entre el 63 y el 75 todo lo que escribí fue prohibido. Me acusaban de ser el aduanero que impedía que se publicase buena literatura en París. Porque todo lo que salía ahí era antifranquista", recuerda Juan Goytisolo desde la capital francesa. Y así es como realmente se les había retratado a él y a su hermano por Fiestas, una de sus obras: "No se explica uno cómo estos autores, esos dos hermanos, tienen tanta aceptación en el extranjero", rezaba la primera parte del informe.
Luego, a modo de pitoniso aficionado, ofrecía a sus superiores una modernizada versión de censura: "Con la apertura de criterios en los casos de estos mozalbetes se consigue un bien mayor al mal que se pueda evitar censurándolos. Hay que desenmascararlos ante el extrangero (de nuevo con g). No hacerles el juego. No darles pies a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada. Es la sanción mayor que se les puede dar". Pero la bendita condena no llegó tan rápido.
"Condenados a la libertad vigilada"
- El libro Fiestas, de Juan Goytisolo, fue sometido a grandes tachaduras. Pero lo más interesante del informe está al final, cuando el censor considera que es mejor que se publique porque Juan y su hermano Luis son malos escritores. "Hay que desenmascararlos en el extrangero (con g). No darles pie a heroísmos y martirios. Olvidarlos, que se pudrirán solos. No tiene consistencia literaria. Condenémosles a la libertad, libertad vigilada".
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